«Envidio a quienes dicen aprovechar este tiempo para aprender un idioma nuevo, hacer ejercicio o practicar algún instrumento. Desde esta casa que ya no es casa sino cárcel, yo sólo veo cómo mi ansiedad se apodera, decidida a aplastarme. Me pregunto si éste es el fracaso de mi adultez o si es la oportunidad para que el perdón me vuelva a unir con mis padres».
Por Camila Tierz
Ciudad de México, 16 de mayo (Vice).- Yo me fui de la casa de mis papás no una sino dos veces, ambas con la idea de no regresar. La primera fue gracias a que mi señor padre encontró las fotos del cumpleaños número dieciocho de la que en ese momento era mi novia. Una celebración de bajo presupuesto pero cursi en el barcito ubicado en el Chapinero homosexual underground, al norte de Bogotá.
Un roto de diez por diez al que íbamos casi a diario porque era para lo único que nos alcanzaba con nuestro sueldo de estudiantes. Las fotos, muy mal tomadas con mi cámara digital de 32kg de peso, de las primeras que salieron al mercado, no eran muy reveladoras salvo por las botellas de aguardiente sobre la mesa y el beso de amor que mi papá vio entre su niña y otra mujer.
Supe que mi viejo las vio una noche cualquiera, de un viernes cualquiera, cuando mi mamá y su crisis nerviosa llamaron a mi celular. Yo, que justo estaba en ese bar con esa novia, no pude pensar en nada más que en mi muerte: si algo había repetido mi papá en su vida era que él prefería una hija enterrada que lesbiana.
Yo supe que era gay a los seis años, cuando me enamoré de mi profesora de Español. Ya no recuerdo su cara, pero sí las ganas que sentía de estar siempre con ella a la hora del descanso. De tratar de hacer la letra más bonita y de decorar ese cuaderno de manera aún más dedicada que los demás. Para mí nunca fue extraño amar a una mujer y por eso nunca fue un conflicto interno. Yo sólo quería darle besos a mi profesora como los que veía en las películas románticas que tanto me han gustado siempre.
Todo cambió a los trece, un año después de que me pasaran al colegio femenino. Para ese momento todas mis amigas ya tenían novio y yo sólo quería escribirle cartas a A, mi mejor amiga y compañera de ruta dos años mayor que yo. Un día antes de la comida, interrumpí mi jornada de tareas y empecé a escribirle una que finalizaba con un «te amo». Creo que en medio de la negación mi papá le hizo señas a mi mamá para que me preguntara por qué le escribía que la amaba, y yo, con toda la naturalidad del mundo y sin despegar los ojos del papel, por primera vez le dije que era porque estaba enamorada.
De repente la casa dejó de ser casa y se convirtió en una asfixiante sala de audiencia. Mi papá el juez y mi mamá la abogada. Ambos me miraban esperando que les explicara en qué habían fallado, qué había sido lo tan malo que habían hecho para que yo resultara enamorada de mi compañera de ruta y no de un niño del colegio vecino, como el resto de mis amigas. No tardé en darme cuenta de que mi salvación era fingir que estaba confundida.
Jamás se volvió a tocar el tema porque, a su vez, mis papás decidieron pensar que era una etapa que eventualmente acabaría. Yo hice mi parte apropiándome de las historias de mis amigas e inventándome un novio distinto cada tres meses. El tiempo prudencial para que no me negaran el permiso de salir, pero no me exigieran traerlo a la casa. Era perfecto. Usé esa misma técnica hasta la universidad, que combinada con un horario de clases perfectamente ideado, fue lo que me permitió mantener mi primera relación seria con mi novia hasta esa noche de viernes.
Sabía que mi papá no sólo estaba furioso por las fotos sino decepcionado, abatido por el engaño. Él es la clara prueba de que un animal es más peligroso cuando se siente herido. Esa noche los años que logré vivir en paz conmigo misma y con mis papás se fueron a la basura. Todos mis miedos al fin se habían vuelto realidad y yo no tenía presupuesto para enfrentarlos. Con lo último que me quedaba en el bolsillo agarré el primer taxi que vi pasar y llegué a donde ellos con el corazón en la boca. De repente mi casa dejó de ser casa de nuevo y se convirtió en set de grabación de una telenovela de las cuatro de la tarde.
Tenía todos los componentes dramáticos: una mamá sentada en la sala llorando mientras sostenía un portarretrato con una foto de su hija menor (yo) riendo junto a su (mi) papá. Una hija mayor sentada en las escaleras llorando desubicada. Y un papá serio, rígido, con los brazos cruzados y los puños cerrados en el cuarto que ya no era cuarto sino mi purgatorio. Lo que vino después se me ha ido borrando de la memoria más por decisión que por el paso del tiempo. Sólo recuerdo a mi papá sosteniendo mi cuello contra la pared y a mi mamá gritando un metro detrás. Mi papá no me mató, pero me sacó a empujones del clóset y de la casa esa noche.
La segunda vez que me fui de ahí, fue hace seis meses. Diez años más viejos y con todo el tema de mi sexualidad completamente superado. Yo iba por la mitad de una crisis existencial que me hizo mandar a la mierda mi trabajo, mi relación y mi apartamento de soltera. Y sin pensar en nada más que la desesperación, compré un tiquete a Ciudad de México con la idea de empezar de nuevo. Empaqué lo que sobraba en cajas, lo que pude en las maletas y, más por orden que por gusto, me fui una semana a disfrutar de la compañía familiar antes del viaje.
La relación con mis viejos nunca ha sido ni muy fácil ni muy difícil. Todo se ha medido por el paso del tiempo y la sana distancia. Y gracias a eso, nos hemos dado cuenta de que los años no sólo traen sabiduría sino flojera para discutir. Por eso, creo yo, empezamos a disfrutar tanto los almuerzos de fin de semana. Porque tanto ellos como yo sabíamos que, a pesar de los comentarios sobre mi estabilidad económica, amorosa y mental, eventualmente el día se iba a acabar y los tres íbamos a seguir la vida, cada uno metido en lo suyo.
Y la misma dinámica funcionó cuando me fui del país. Una videollamada diaria de no más de quince minutos, el ángulo perfecto, la nevera vacía pero la sonrisa intacta. Uno que otro detalle del clima, otro más del trabajo que me había conseguido de mesera, y eso era todo. Tan pasivo agresivo como aprendimos. En eso tuve que mudarme tres veces, perderme en la ciudad, llegar a lugares de los que no supe cómo salir sino muerta del miedo, pero ellos jamás lo supieron. Por primera vez en la vida mi realidad no podría verse afectada por la opinión de nadie más que la mía.
Pero me fui con asuntos pendientes y sabía que tenía que volver para solucionarlos. El más grande e importante era legalizar mi estadía y mi permiso de trabajo, y eso sólo lo podía hacer estando en Bogotá. Eso, y de paso vender los muebles del departamento que literalmente dejé botado en mi huida.
El tíquet de regreso estaba para febrero, pero mi ansiedad se empezó a hacer visible un mes antes. Dudé muchas veces si cambiar la fecha, si aplazar el viaje, si postergar mi estadía. Hasta consideré la idea de pagarle a un amigo de una amiga para que se casara conmigo y así poder quedarme en México. Lo que hace el miedo. Hablé mucho con mis amigos en otros países, y por supuesto con mis papás, y todos insistían en que cuál era la necesidad de estar de mesera, si me podía devolver en la fecha que había planeado y esperar los papeles en el calor del hogar.
La noche antes de devolverme a Bogotá tuve clara solo una cosa: no quería estar sobria. Y en mi cuarto —perfectamente ubicado entre Reforma y Revolución—, con mi amor local, tres paquetes de galletas, cigarros y una bolsa de marihuana a medio llenar, probé por primera vez las “aguas locas”. Una mezcla de jugo de piña y tequila de dudosa reputación. Horas después, más resignada que tomada, empecé a hacer mi maleta. “Hacer” es una exageración. Pensé “para qué me llevo todo otra vez si no me voy a demorar en regresar” y sólo empaqué medias, un par de zapatos y tres camisetas. Lejos estaba de saber lo que iba a significar la palabra cuarentena en mi vida mes y medio después.
Mientras esperaba a que se cumpliera el plazo máximo que le había dado a mi estadía aquí, la relación con mis viejos iba normal. Uno que otro roce por lo mucho que estaba fumando, por lo mucho que estaba durmiendo, por lo mucho que estaba en el celular, o por lo poco que salía del cuarto; pero en sí, nada a lo que no me hubiera enfrentado antes. Ya sabía que con ellos, sólo funciona dar la información necesaria.
Nunca fui una adolescente problemática, de esas que no llega a la casa en tres días o que, si llega, lo hace borracha. Nunca tuve problemas de drogas porque no las probé sino hasta después de que me fui y aunque sí me gustaba tomar, puedo decir que siempre supe manejar la fiesta. Lo mío a esa edad era encerrarme en mi cuarto a escuchar música y perder mi tiempo en las salas de chat. Hablar durante horas por teléfono y cambiarle el fondo a mi myspace. Mi irreverencia de esa época iba más a tratar de mantenerme lo más alejada posible de mis papás y de sus opiniones sobre cómo debía ser y cómo debía comportarme. Consistía en esforzarme para intentar no heredar sus malas maneras.
No tuve mucho que hacer los primeros días después de llegar, así que me sobró tiempo para ver noticias y observar cómo crecía el miedo en el mundo por el nuevo virus. Supe de la importancia que empezaron a tomar las palabras “contagio”, “gérmenes”, “síntomas”, “distancia” y “muerte” desde la incomodidad de mi vieja cama donde he tenido que dormir de nuevo. Y así como el virus fue expandiéndose con los días, fue aumentando mi ansiedad.
Miles de afectados en China. ¡Uf!, qué fuerte. España, Italia, ¿ya llegó a Europa? Mierda, mis amigos. Dejaron de ser cientos y ahora son miles de infectados, ancianos muertos. Mierda, ¿qué es esto? Brasil, mierda, llegó el virus a Latinoamérica. Más muertos en Europa. Argentina, cierre de fronteras. Me tengo que ir. Mierda, pero no puedo, mis muebles no se venden y necesito el dinero. ¿De qué voy a vivir? Mierda, qué voy a hacer, necesito irme. Primer caso en Colombia. Al día siguiente ya eran tres. ¡Necesito comprar mi tiquete! Están carísimos, ¿qué mierda es esto? Ok, compré el tiquete, viajo la próxima semana. Cuarentena preventiva en Bogotá, ¿qué? Cuarentena por decreto nacional, cierre de aeropuerto, cientos de vuelos cancelados. Puta vida.
Esa mañana hace ocho días, en medio de una partida melancólica de cartas entre mis papás y yo, llegó el correo de la derrota. En él la confirmación de que efectivamente mi vuelo no iba a poder salir. Lo único que atiné a hacer fue pegarle un puño a la pared y empezar a llorar como si mi perro hubiera vuelto a morir. De repente me sentí de quince otra vez, llena de ira y calor porque algo superior a mí me prohibía hacer algo que yo quería hacer. Algo que deseaba hacer con todas las fuerzas. Maldije mi vida y la maldije más cuando vi a mis viejos con su cara de y ahora qué vas a hacer. Nosotros no podemos hacer nada por ti. Ni modos.
Y tal cual como cuando vivir aquí era la única opción, lo que mejor me ha salido es permanecer encerrada en este cuarto que no me pertenece, rodeada de cosas que no me pertenecen. Hablar poco con mis papás porque poco tenemos en común más que la sangre. Porque para ellos esto no es nada más que una simple gripa y lo mío, un simple berrinche. Extrañar mi cuarto de techo alto y ventanas enormes muy bien ubicado entre Reforma y Revolución. Anhelar poderme ir de esta casa que dejó de ser casa y se volvió set de algún pésimo reality.
Aquí ya no quedan rastros del paso de mi hermana o mío salvo por los muebles de mi cuarto. La casa es una bodega. Hay herramientas, libros, electrodomésticos nuevos sin destapar, maletas de viaje, ropa, más herramientas, cosas desarmadas esperando su reparación hace meses y hasta una bicicleta estática cuyo uso sólo llegó a perchero.
De las “buenas épocas” sólo se salvaron el juego de cartas y el parqués. Ya había perdido la cuenta de cuántas veces habíamos intentado jugar y sentir emoción por hacer algo distinto, hasta hace dos días que a mi papá se le ocurrió que deberíamos apostar. Como el dinero no es decisivo ahora, propuso pagar con chistes. El que quede de último debe contar el mejor chiste que encuentre e interpretarlo. Más por terapia que por gusto, los tres hemos aceptado hacer el ridículo frente a nosotros mismos cada noche. Lo que hace la resignación.
Envidio a quienes dicen aprovechar este tiempo para aprender un idioma nuevo, hacer ejercicio o practicar algún instrumento. Desde esta casa que ya no es casa sino cárcel, yo sólo veo cómo mi ansiedad se apodera del techo decidido a aplastarme. Me pregunto si esta es la versión anticipada de mi adultez fracasada, de regreso bajo el techo de mis papás, o si es la oportunidad para que los chistes y el perdón me vuelvan a unir con ellos.